Hace algunos años....
Era una tarde invernal en el lejano pueblo de Al`dei,
Cat`siuji regresaba a su casa llevando con ella un cubo de agua, el tiempo
helaba más de lo usual, conforme se acercaba a su hogar sentía tristeza por no
poder salir a jugar debido al clima y por recomendación de la partera (aquella
“bruja”).
Más tarde fue al punto usual de reunión donde ya esperaban
impacientes Gen`del y Tay`lyol solo en espera de sus amigos Natoum`ni y
Eric`s`son, los cuales llegaron a los pocos minutos.
El viento comenzó a soplar y por mucho que le desagradaba a
Cat seguir los consejos de la partera (bruja), debía admitir que ante esos
vientos helados el permanecer afuera no era lo más sensato que podía hacer,
sobre todo siendo responsable por los mas pequeños.
- A que vamos a jugar Cat ?! – pregunto impaciente Natoum
blandiendo una vara cual espada, mientras el resto se mostraban deseosos en
espera de la respuesta.
- Hoy no podremos salvar al reino, si nos quedamos afuera podríamos
enfermar- contesto algo disgustada y al ver la expresión de los demás concluyo
con aire de alarma – … y tendríamos que caer bajo los cuidados de la bruja y
sus horribles brebajes !!
Los niños se vieron unos a otros al descubrir lo que
seguramente era el plan de la malévola bruja, la cual sin duda era la causante
de las frías ventiscas. Acto seguido, Cat los invito a pasar a su casa para
tomar algo de té caliente antes de que se fueran a resguardar cada uno a su
casa.
- Esto es aburrido!!- exclamo uno de los niños a lo que otro
respondió – si, el invierno es de lo peor!!- El té se encontraba servido y la
cara de todos no mostraba mucho entusiasmo, tal vez no había sido muy buena
idea aceptar la invitación.
- …El invierno me recuerda unas historias- dijo Cat, a lo
que todos voltearon con cierto entusiasmo preguntando todos en completo
desorden desesperados por obtener mas detalles.
Cat tomo su taza y se acerco a la ventana mirando hacia el
exterior – en los cuentos, hay algo llamado “navidad”- dijo ella – suele ser
durante épocas como esta donde se evocan esas historias.
Y así comenzó a narrar a los impacientes espectadores un
cuento que recordaba con cierta tristeza, pero con esperanzadora mirada…..
****
Este cuento pasa en el siglo XVI (ni idea de a que se refiere) en una de esas ciudades de
Italia (extraños nombres surgen en todo el cuento) que gobernaba un tirano. Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero,
y a su tirano, Orso Amadei.
Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado
en el rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en
sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis,
festejaba en su palacio a pintores y poetas y recibía en su cámara privada a
los sospechosos alquimistas de entonces, que si no consiguieron fabricar oro,
no ignoraban la fórmula de destilar activos venenos.
Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale
amistad, comulgaba con él -¡horrible sacrilegio!- de la misma hostia, le
sentaba a su mesa..., y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los
ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras
el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el
hielo de la muerte corría ya por sus venas.
Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los
derrengaba a palos, o los dejaba consumirse de hambre en un calabozo.
Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la había
despachado de una puñalada, por celos; a la segunda, la única que amó, se la
mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Ésta no había
dejado hijos: la segunda, sí: una hembra y dos varones. Perecieron los varones
en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo
Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la maldita familia de Amadei.
Discurría ya su padre el príncipe con quién desposarla,
cuando Lucía declaró que deseaba tomar el velo. Orso se desesperó, porque a su
manera, adoraba a aquel último retoño de su raza; mas no hubo remedio; la
voluntad de Lucía se impuso, y la niña entró en un monasterio de la Orden de Santo Domingo, en
que había florecido Catalina, llamada Eufrosina, a quien el mundo venera hoy
con el nombre de Santa Catalina de Siena.
La tierna juventud, la cándida belleza y la ilustre cuna de
la hija del tirano aumentaron el asombro de su penitencia. En un siglo ya
pagano renovó las duras penitencias de edades más fervorosas.
Su alimento era un puñado de hierbas cocidas; su cama, dos
quilmas sin paja; su ropa interior, un burdo tejido de Cilicia que llagaba la
delicada piel; y cuando se levantaba para orar, en las noches de enero, después
de tomar una hora de descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus
huesos todos, apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se
confundían en su boca.
Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, no había nacido
para la mortificación y el dolor, sino para agotar las alegrías de la vida,
para recrearse en el grato sonido del bandolín, en el armonioso ritmo de las
estancias de los poetas, en la magia del color, en la dulce y misteriosa calma
de los jardines, donde sonreía la eterna hermosura de las estatuas griegas y
sólo el peso de ajenas culpas y el anhelo de la expiación la habían arrojado
palpitante de angustia y de terror al pie de los altares, donde a cada minuto
recordaba involuntariamente el mundo y sus goces.
Como Catalina de Siena, más de una vez se vio asaltada por
tentaciones impuras y por imágenes engañadoras y burlonas; pero abrazada a la
cruz, resistió heroicamente; lloró, se hirió las carnes y, al fin, conoció la
victoria en la paz que descendía a su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables
sucedieron a los desfallecimientos, y Lucía se sintió consolada.
Llegó Navidad, aniversario de su profesión. Vino la Nochebuena acompañada
de mucha nieve; pero cuanto más espeso era el sudario que cubría el huerto del
convento, más calor notaba Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le
mostraba, al través de los emplomados vidrios, que en lugar de copos de nieve
llovían sobre las ramas de los árboles y sobre la dura tierra millares de
azucenas nítidas, finas como plumas arrancadas del ala de los ángeles.
Sembrado de azucenas estaba todo, y la blancura del jardín
despedía una claridad que alumbraba la celda con rayos de luna, más vivos y
lucientes que la misma plata. De pronto, envuelto en olas de luz apacible,
Lucía vio a un precioso Niño: una criatura que sonreía, que tendía los
bracitos, y a quien la monja recibió enajenada en ellos.
-Esta noche -dijo el Niño amorosamente- he querido
favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en el pesebre, naceré en la celda donde
tantas veces me has invocado.
Lucía permaneció algunos instantes fuera de sí: el favor era
extraordinario y, en su humildad, no se creía digna de él. Apenas pudo
recobrarse, juntó las manos y se postró implorando al Niño.
-Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, mi Niño del
alma..., concédeme lo que voy a pedirte. ¡Ah!, es cosa grande y difícil; pero
si Tú no puedes realizar imposibles, ¿quién los realizará? Acuérdate de lo que
he luchado, acuérdate de mis sufrimientos..., y en vez de nacer aquí, dígnate
nacer en otro lugar oscuro, horrible, desolado...: el corazón de mi padre, Orso
Amadei.
Halagando el Niño con sus manecitas el rostro de la
penitente, la miró lleno de tristeza. -¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que ese corazón donde
pretendes que yo nazca es más duro que la piedra, más sangriento que el
cadalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes que para entrar allí tendré que
apartar con mi cuerpo desnudo los espinos y los abrojos y las ponzoñosas
hierbas, y sentir cómo se enroscan en mi cuello las víboras y cómo trepan por
mis piernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del modo más afrentoso;
pero al tratarse de nacer, busqué dulzura y amor; nací entre sencillos
pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía, ya que has combatido por
mí, no he de negarte lo que deseas... ¡Esta noche, mi establo de Belén será el
corazón de fiera de tu padre!
Al oír la promesa del Niño, Lucía experimentó tan súbito
gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte sobre las losas. La luz, la visión,
el perfume de las azucenas, todo desapareció, y al través de los emplomados
vidrios sólo se vio el huerto amortajado de nieve.
A aquella misma hora, Orso Amadei celebraba un festín en su
palacio. No era una cena donde los dichos agudos y las alegres historietas
hiciesen volar las horas, y en que la presencia de las damas, incitando a la
galantería, contuviese a la brutalidad. De estas cenas había dado muchas Orso;
pero también gustaba de otras más desenfrenadas, a que sólo asistían sus
capitanes semibandidos, sus bufones y sus familiares, gente cínica y perversa.
Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era la infeliz
juglaresa sorprendida en la plaza pública, y que, después de servir de ludibrio
a los convidados, aparecía al día siguiente con el cuerpo acardenalado, medio
muerta, arrojada en cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche, Ridolfi,
uno de los capitanes de Orso, había anunciado mejor presa: justamente acababa
de cazar a una joven muy linda, ¡peor para ella si andaba a tales horas por la
calle! Alborotáronse los bebedores; Orso, riendo a carcajadas, ordenó que
trajesen a la jovencita, que entró, empujada por los soldados, temblorosa,
desgreñado el rubio pelo, y los hombres se engrieron al verla, porque era en
verdad soberanamente hermosa.
Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendió la mano,
apartó los rizos de oro..., y asombrado se echó atrás; en la niña desvalida, veía
el rostro de su hija Lucía, las mismas facciones, las mejillas, la frente,
sonrojada de vergüenza.
-Soltad a esa mujer -gritó Orso-. Que la acompañen a su casa
con el mayor respeto. Que nadie le haga daño... ¡Ay del que toque un cabello de
su cabeza! Que se la trate como a mi persona...
Los beodos, atónitos, obedecieron sin comprender. Continuó
el festín; pero Orso, preocupado y sombrío, no apuraba la copa. Deseoso Ridolfi
de animarle, hizo una seña, entendida al vuelo, y pocos minutos después, un
preso moribundo de hambre fue traído a la sala del banquete. Solían divertirse
en sacar de su mazmorra a uno de éstos, a quienes desde días antes privaban de
alimento; sentarle a la mesa, ofrecerle algún exquisito manjar, y cuando iba a
engullirlo, sollozando y aullando de contento, se lo quitaban de la boca y le
vertían en ella la ardiente cera de los hachones que ahí alumbraban.
El preso era joven, y Orso, bromeando, le tendió un plato de
asado, humeante, y una copa de «Lácrima»; mas al verle de cerca, profirió una
imprecación. Los ojos que le fijaban con doloroso reproche desde aquella
extenuada faz de mártir, la boca que le daba las gracias, eran la boca y los
ojos de Lucía, su propia mirada, que el padre no podía desconocer, mirada de
reflejo cariñoso, luz del alma que busca otra luz igual.
-Que suelten a éste -mandó Orso-. Antes, dadle bien de comer
cuanto desee. Y regaladle dos jarros de oro, y vino a discreción... Que se le
trate como a mi persona... ¿Lo oís? ¡Cómo a mi persona!
Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi al punto mismo en
que salía el preso, se presentó en la sala del festín una mujer vieja, con un
chiquitín en brazos.
-Piedad, gran señor -exclamaba-, piedad de la criatura que
aquí ves. Este pequeño es el hijo de tu cuñado Landolfo dei Fiori, a quien
aborreces, y unos soldados, por orden tuya, según dicen, le quieren estrellar
contra el muro. Tú no puedes haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu amparo.
Al nombre odiado de Landolfo, Orso se estremeció de furor, y
desnudando el puñal, iba a atravesar la garganta del pequeño...; pero éste,
apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisa encantadora, inolvidable, de
Lucía cuando su padre la acariciaba, en los días de la niñez.
Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándose el pecho
empezó a acusarse en voz alta de sus pecados; porque aquel niño que invoco
Lucia, fiel a su promesa, acababa de nacer en aquel corazón más oscuro que el
abismo infernal.
A la mañana siguiente, Orso recibió la noticia de que su
hija había expirado a las doce en punto de la noche. El tirano se ató una soga al cuello, recorrió descalzo las
calles de la ciudad, pidiendo perdón a los habitantes, y, apoyado en un bastón,
se alejó lentamente. Nunca se volvió a saber de él.
¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace el Niño!
****
Cuando termino la historia, algunos estaban dormidos, otros
asombrados, pero definitivamente a todos les agradaba esa extraña idea llamada
navidad.


el cuento relatado proviene de: http://www.navidadlatina.com/cuentosypoesias/CuentosEmiliaPardoBazan.asp
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